Durante el siglo XVII en Barcelona, dos hombres se encuentran en un hospital. Uno vive en una cámara privada del hospital donde trabaja en el proyecto de su vida, un jaquemart, es decir una estatua de bronce, un autómata que va servir para la torre del reloj de la catedral. Se llama Juan de Ameno, y es relojero del rey. El otro, Buenaventura Deulocrega, médico, trata de ejercitar sus artes médicos, y especialmente las reglas del decálogo de hygiène, al mismo tiempo contra la epidemia de peste y el médico de casa. La amistad de los dos hombres los permite viajar en sus pasados, en los recuerdos de sus años de aprendizaje.
En primer lugar, el tolosano se enfajó de lino con vueltas planetarias hasta la altura del torso –yo fui una peonza rápida que hizo lo propio aunque con mucha menos tela–. Después nos anudamos los lazos de las camisas de hilo previamente embadurnadas con unos polvos amarillos que olían a azafrán. E inmediatamente pasamos a vestir aquellas viejas túnicas de cuero tan holgadas para mí y que en cambio a mi maestro estuvieron apunto de asfixiarle antes de que los criados consiguieran ajustársela hasta los tobillos.El jaquemart (editorial TusQuets, 2002, 321 páginas), escrito por Juan Miñana, escritor y periodista español nascido en 1959 en Barcelona.
— Vaya –dijo el tolosano en voz baja–, parece que he engordado un poco desde la última peste.
De aquel mismo arcón aún saldrían las dos caperuzas que se acoplaban mediante unos cierres de madera al cuello de los hábitos. Eran dos extrañas cabezas de pájaro, también de cuero, con dos lentes de grueso cristal rojo para mirar y unos picos alargados y curvos en los que los criados embucharon unas compresas que olían fuertemente a ajo: en aquellos tiempos todavía se pensaba que esa vestimenta podía proteger del contagio a los médicos.
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